LA
FIGURA DE MARÍA
Con el tiempo,
los ermitaños del Carmelo fueron conocidos como “Hermanos de Nuestra Señora del
Monte Carmelo”. Ya en 1252 este título aparece en una bula Pontificia y
probablemente ya con antelación gozaba del favor popular. De esa pequeña
semilla nació el gran árbol de la devoción a la Virgen del Carmen. Los
Carmelitas ven en la Virgen María como modelo de vida interior; por eso la vida
del carmelita queda marcada con un tinte Mariano especial.
Los moradores
del Carmelo, fueron enemigos de la superficialidad, casi por instinto llamados
a la interioridad, nuestros religiosos se empeñaron en vivir a fondo el “patronato mariano”. De este modo, no
tardaron en madurar dos sólidas convicciones: la primera, una total pertenencia
a María: la segunda, una primordial institución en vista a María.
La pertenencia
plena incondicional, irreversible, a la bienaventurada Virgen; era sólidamente
confirmada, no sólo por la “dedicación”
local de su primer oratorio, no sólo por la personal “consagración”, expresada en el acto de la profesión religiosa, que
se hacía directamente a Dios y a la “bienaventurada
María del Monte Carmelo”: se le prometía, de hecho, “obediencia”; y la obediencia configuraba todo el curso de su
existencia terrena.
En sentido
práctico, la pertenencia abrazaba la Orden en toda su dimensión, material y
espiritual, de una manera tan fuerte, que otorgaba a María pleno dominio sobre
el Carmelo, hasta constituirla “Domina
loci” con toda la carga del término: Señora del Carmelo, Patrona por
antonomasia.
En forma breve,
el Carmelo es la familia especial de María; es suya la posesión, o propiedad
privada; es su heredad, área de un incontrastable dominio. Es todo suyo el
“decoro del Carmelo”; a ella ha sido concedido por divina disposición: “Datus est ei decor Carmeli”.
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